sábado, 19 de marzo de 2011

OZ. LASCIATE OGNE SPERANZA, VOI CH' INTRATE.



Lasciate ogne speranza, voi ch'intrate.

En 1997 el modelo de negocio de la cadena norteamericana HBO cambió, para situarse a la vanguardia de la oferta de programación original, de producción propia. Sin abandonar la cobertura deportiva y el cine, apostó por la creación de televisión de calidad, destinada a un público minoritario, pero necesitado de un entretenimiento que fuera más allá de las sit-coms habituales. Hoy en día la cadena posee el mejor catálogo de series del mundo, tras casi 15 años de proyectos cada vez más ambiciosos. Oz fue su primera apuesta, la primera de una larga lista de series que han sentado cátedra en este nuevo formato que, en los últimos años, ha podido situarse a un peldaño tan solo del mejor de los cines. Estamos a finales de los años ’90, y Oz es una cárcel estadounidense de donde casi nadie sale con vida.

Puede que esta serie no alcance el nivel de la cumbre de la cadena (The Wire, Los Soprano, Six feet under , Deadwood) , en cuanto a narrativa y técnica, pero seguramente fue para éstas un auténtico referente, además de una buena cantera de actores que, más adelante, triunfarían en otros proyectos de mucha mayor audiencia. Oz, pese a tener alguna que otra pequeña cosa por pulir, es una serie dinámica, emocionante, ciertamente reivindicativa y que llama a la reflexión sobre determinados temas de interés. Un producto de los ’90, sí, pero eso aumenta el mérito de ser, realmente, la primera serie del siglo XXI.

Oswald State Correctional Facility la una prisión de máxima seguridad, en un Estado indeterminado del este norteamericano (donde, por cierto, hay pena de muerte), donde transcurre toda la acción de la serie. El nivel cuatro es conocido como Ciudad Esmeralda, un proyecto de rehabilitación psicosocial con presos de largas penas o cadena perpetua. Oz nos presenta un paisaje bastante compacto. No hay un solo exterior, tan solo en los flashbacks que ilustran el cómo entró cada preso en la cárcel. Pero aún así, la adecuación y ambientación del universo elegido, en este caso, Ciudad Esmeralda, una jaula de ratas, es más que suficiente para engancharnos irremediablemente.

A cargo de Oz está Tim McManus (Terry Kinney), estoico luchador y fiel creyente de esa opción y función rehabilitadora; pero sobra decir cuántas veces se da de bruces contra la triste realidad social de Ciudad Esmeralda. Los presos forman grupos que reproducen el mapa étnico y urbano de la marginación de los suburbios. La serie, por tanto, se compone de las interconectadas historias, de media duración, de diferentes bandas, individuos, intereses, perversiones; todo al servicio de la supervivencia, en un ambiente de desesperación ética y profunda carestía espiritual. De los habitantes de Oz nos importan narrativamente casi lo mismo los que están a un lado que al otro de la justicia; de hecho, la erosión que provoca la prisión se nota tanto en los presos como en el personal. Y como Virgilio en el Infierno de Dante, Augustus Hill, un afroamericano preso en silla de ruedas, nos hace de guía explicativa por el intenso y complicado mundo de Oz, donde apenas hay reglas, pero las que hay, nada tienen que ver con las nuestras.

Es curioso ver caras conocidas entre los presos de Ciudad Esmeralda, como si de un pasado tortuoso, efectivamente, se hubieran rehabilitado Miguel Álvarez (Kirk Acevedo) en el agente Francis de Fringe, Simon Adebisi (Adewale Akinnuoye-Abgaje) en el Señor Eco de Lost, o Kenny Wangler (J. D. Williams) en el Bodie de The Wire… Bueno, tal vez no haya mucha rehabilitación después de todo. Adebisi y Kenny lideran el grupo de los negros, Álvarez, no sin problemas, el de los hispanos y Nino Schibetta y Chucky Pancamo el de los italianos, con excelentes relaciones fuera del centro. La Hermandad aria está comandada por Bert Schillinger (J. K. Simmons), que acosa cariñosamente a un pobre abogado recién ingresado, Tobias Beecher (Lee Tergesen). Los musulmanes tienen a su propio imán, Kareem Saïd (Eamonn Walker), líder espiritual y pacífico luchador por los derechos civiles y religiosos. Además hay moteros, cristianos, irlandeses, gais, algún que otro psicópata, todos revueltos y, de algún modo, enfrentados. Sobrevivir en Oz no asegura la salvación.

Al otro lado de la ley, el personal del centro, encabezado por el Alcaide Glynn (Ernie Hudson) y Tim McManus, brega a duras penas con el horror y la hostilidad propia de un lugar como este. También nos sorprende ver, entre los policías de prisión, corruptos y en ocasiones despiadados, a Edie Falco (Carmela Soprano) encarnando a una sacrificada Diane Wittlesey, madre soltera que trabaja a doble turno. Nadie es feliz en Ciudad Esmeralda, y nadie tiene vida más allá de sus gruesos muros. Una monja psicóloga (Rita Moreno), el padre Mukada (B. D. Wong), y la Doctora Nathan (Lauren Velez, la Teniente LaGuerta en Dexter) velan por la salud, corporal, mental y espiritual de los presos y el personal de Oz. La serie es contundente, con cierta irreverencia, dura y brutal, en ciertos momentos; y aunque no entra a explicar las causas de tal degradación social, sí es un mordaz ataque al sistema judicial y penitenciario de los Estados Unidos. No obstante, peca de cierto idealismo y de plantear situaciones concretas un tanto dicotómicas: manejar de otra forma la política, para la pantalla, solo está al alcance de The Wire. Al menos, la presencia del malvado Gobernador Devlin (Zeljko Ivanek), figura sobrante, es bastante escasa.

Por otro lado, parece que la narrativa al uso en la buena televisión tiene tres referentes insalvables en The Wire, Los Soprano, y en Deadwood. Series corales como éstas, como también lo es Battlestar Galactica 2003, y como lo pretenden ser (a niveles muy distintos, eso sí) Oz, Mad Men o Lost, tienen que administrar tantos hilos conductores como personajes e intereses haya en juego. La verdadera calidad reside en saber mostrar unos u otros, según lo determine el guión, pero también en saber mantener con vida los hilos soterrados, hacerlos avanzar en la oscuridad, con sutiles detalles, con personajes que viven aún sin estar en escena. Tony Soprano no resuelve una disputa al final de cada capítulo: la acción humana casi nunca es inmediata. Oz no sabe administrar así de bien las historias entrecruzadas: saber contemporizar, en una serie de 80 horas, permite crear un poso, una interfaz de situación, una suerte de pequeño y breve statu quo que, de otro modo, no podría impresionar tanto al romperse. Manejar la temporalidad, para la nueva televisión, es el reto más crucial.

Desde el punto de vista técnico cabe destacar un par de últimas cosas: la creación corresponde a Tom Fontana, y entre los diversos directores que participan en el proyecto podemos encontrar a Adam Bernstein, Alan Taylor o a los mismísimos Chazz Palmintieri y Steve Buscemi. Por otro lado, es muy reseñable la labor de casting llevada a cabo por la agencia de Alexa L. Fogel, que trabajará después en The Wire, con idéntico o mejor resultado. Un verdadero lujo de interpretaciones para una serie que requiere un largo reparto de actores principales, y una importante nómina de secundarios fundamentales. De otro modo, no podríamos creernos encerrados en Oz durante sus 6 temporadas. Un infierno del que no hay salida, y en el que no cabe esperanza alguna.


jueves, 17 de marzo de 2011

STANLEY KRAMER. DEL JUICIO DEL MONO AL NAZISMO



Algo tienen las películas de juicios, algo que me encanta. Será el morbo de las confesiones arrancadas, de los testigos sorpresa, o el orgullo de la noble imagen de la verdad y la justicia. Puede que la realidad dialéctica se haga en ellas más visible; y puede también deberse a la íntima relación que el cine de juicios tiene con el teatro, y con la literatura en general. No en vano, han de presentar un guión pulcro, siempre en ascenso narrativo, y con una perfecta administración de la información: sin intriga, sin sorpresas, no habría cine de procesos. Stanley Kramer, neoyorquino y eterno candidato, realizó, hace ya 50 años, dos películas de este género que, además de contener todos los elementos citados, representan dos de los procesos judiciales más trascendentes de nuestro siglo. La herencia del viento y ¿Vencedores o vencidos? son, además de excelentes películas, documentos muy valiosos de la Historia contemporánea occidental.

Puedo citar una buena lista de películas sobre juicios, que hablan de la afición del espectador norteamericano por este género. De hecho, cuando David O. Selznick llevó a Hitchcock a los Estados Unidos, le instó para que introdujera en Rebecca, su primera película en Hollywood, un desenlace en los tribunales. Quizá la tradición anglosajona del jurado popular haya conformado esta consabida afición. Pero Selznick sabía bien lo que gustaba al público: juzgar; sentir el viento de las alturas éticas, la ilusoria superioridad moral. De ahí el éxito de Philadelphia, JFK, Matar a un ruiseñor, Anatomía de un asesinato, Testigo de cargo o, para mí la mejor de todas, 12 hombres sin piedad, donde ya directamente se prescinde del juicio, reconstruyéndose éste a través de las deliberaciones del propio jurado.

Los crímenes a juzgar, en la mayoría de estas películas, provienen de historias personales, de situaciones en las que todos podemos llegar a vernos identificados: desde juicios en clave marginación, hasta vulgares e intrincados crímenes pasionales. Sin embargo, lo que hizo Stanley Kramer entre 1960 y 1961, fue reproducir, usando elementos característicos del género, y rompiendo con otros, dos de los procesos más controvertidos, simbólicos y relevantes del siglo XX. La herencia del viento y ¿Vencedores o vencidos? cuentan historias de las que ya conocemos el desenlace. Todo un reto. No obstante, no por ello carecen de tensión argumental, de elementos sorpresivos y giros inesperados. La maestría de Kramer reside, aparte de en un estilo tremendamente característico, en haber podido construir dos relatos históricos, prescindiendo del desenlace estrella o, mejor dicho, trasladándolo desde el argumento a los personajes. Y ahí entra en juego la figura de Spencer Tracy.

La herencia del viento cuenta el proceso judicial que sufrió un profesor de Tennessee en los años ’20. Su delito fue enseñar a Darwin, cosa que según las nuevas leyes estatales estaba prohibido. La relevancia del juicio, conocido como el "juicio del mono", traspasó fronteras, famosísimos abogados de renombre se hicieron cargo de acusación y defensa, y simbolizó la lucha entre la fe, en oscuro renacimiento en esa época (la del Ku Klux Klan, por cierto), frente a la ciencia. Darwinismo frente a religión; evolucionismo frente a creacionismo. Positivismo frente a fanatismo. Spencer Tracy encarna al abogado defensor, que obviamente, y como todo el mundo sabe, ganó el juicio. ¿Vencedores o vencidos? trata un tema aún más complejo. Estamos en 1948 en la Alemania dividida, en Nüremberg, sede de los norteamericanos. Éstos son los únicos que emprenden procesos judiciales (bajo modelo legal estadounidense) contra los culpables del nazismo, y juzgados ya los dirigente, militares y auténticos artífices del Holocausto, llega el momento de juzgar también a los jueces. El bueno de Tracy es, esta vez, un veterano magistrado de Maine que es requerido desde Nüremberg para dicha tarea. Pero a medida que se iba conformando la política de bloques en Europa, Estados Unidos empezó a valorar la idea de parar los procesos: necesitaba la alianza alemana, y tanto juicio ya empezaba a incomodar a tan herida nación. Obviamente, el veredicto no es tan conocido, pero todos sabemos, en cierto modo, el desenlace posible del filme según la temática del juicio; como con La herencia del viento. Kramer ha eliminado el elemento sorpresa por excelencia.

En este género resulta fundamental la figura del abogado defensor. Generalmente puede parecer maniquea la dialéctica ética entre el bien y el mal, entre el fiscal opresor, que juega con la maquinaria inhumana del Estado, y el noble abogado defensor con pulcros y humildes principios que acercan al pueblo: el honorable Atticus Finch, como decía Fisch en Damages. En cierto modo, esta serie atenta directamente contra ese marcado elemento del género judicial, el maniqueísmo ético. De ahí su calidad. Pero hay una tremenda continuidad entre los dos personajes interpretados por Spencer Tracy en las dos películas a colación, pese a que en la segunda encarne a un juez, y no a un abogado; y es lo que le da empaque y contenido, sobre todo en ¿Vencedores o vencidos?. Charles Laughton (Testigo de cargo) o James Stewart (Anatomía de un asesinato) confieren un matiz distintivo a sus personajes, por lo que siempre serán recordados. Incluso Gregory Peck, tanto en Matar a un ruiseñor, como en el papel de abogado defensor (pro nazi, impresionante), él sí, en Vencedores o vencidos. Pero Tracy da realmente vida al personaje, para salvar ese maniqueísmo.

Los dos personajes a los que interpreta están más vivos que ningún otro: por su trabajo, por la dirección de Kramer, por la no infalibilidad de su palabra, por sus constantes dudas, por su agotado desencanto con la justicia. Si el abogado tipo de este género es un personaje que se adelanta a los acontecimientos, que tiene respuesta para todo, el modelo creado por Kramer y Tracy en estas obras, rebosa una incertidumbre que lo hace más humano. Y de hecho, resulta acertadísimo el desplazamiento del personaje principal desde el abogado hasta el juez. Porque hay cierta rabia en la defensa de Drummond en La herencia del viento, mucho desencanto, y ciertas dosis de venganza hacia la propia justicia. Pero el juez que viaja a Nüremberg, Dan Heywood, se ve absolutamente superado por el contexto, incapaz de juzgar a unos jueces, a unos iguales, y a la postre a un pueblo entero, a una nación herida y compleja que le es desconocida. Y dado que los veredictos, en cierto modo, no pueden ser el colofón de la narración, pues se conocen sus desenlaces, el personaje principal termina canalizando mayor carga que el propio argumento. Lo importante del final no es el veredicto, sino qué ha evolucionado en ese personaje. Drummond asume que, envidioso, ha arremetido contra la fe, porque él mismo la ha perdido, se ha sentido abandonado y traicionado. Y Heywood se pliega ante la inmensa complejidad de la memoria colectiva alemana tras el régimen nazi: es incapaz de emitir un juicio sobre algo tan incalculable como es la culpabilidad o la inocencia colectiva alemana.

En ese sentido resulta muy atractivo del cine judicial de Stanley Kramer el hecho de prestar tanta atención al contexto. Hay una profunda reflexión tras el juicio propiamente dicho, una reflexión sobre el concepto de justicia, pero sobre todo sobre la sociedad en cuestión. La sureña Norteamérica en los años ’20, en medio de todo un renacimiento intelectual muy conservador que a punto estuvo de dinamitar toda la buena base ilustrada de la joven nación. Y la Alemania destruida, el ambiente de desesperada excusa interior, de necesaria expiación colectiva, de reparación de la vergüenza, de salvación de conciencia, que el bueno de Tracy no puede, no debe impedir, ni castigar, ni juzgar. No es un cine el de Kramer que trate de dar respuestas, sino que se vale del género judicial precisamente para plantear dudas y debates, pero además de una forma ciertamente elegante, dando voz y argumentos, sobre todo en ¿Vencedores o vencidos?, a ambas partes de la dialéctica, dando muestras un interesantísimo ejercicio de relativismo.

Así como el guión me parece más sólido, desde el punto de vista técnico creo que es bastante mejor película ¿Vencedores o vencidos? que La herencia del viento. Ésta podría considerarse una suerte de ensayo general, con una temática y un debate que, a la postre, estaba mucho más cerrado, a la altura de 1960, que el eterno y fértil debate sobre la culpabilidad alemana que, si acaso, y de manera muy relativa, concluyó en 1993, con el best seller del historiador alemán Daniel Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. En ese sentido, ¿Vencedores o vencidos? es un auténtico ejercicio de discurso o investigación historiográfica sobre el terreno. De todas formas, en ambas hay un mismo estilo de filmación del juicio. La cámara de Kramer si es capaz de recordarnos en todo momento qué rodea la sala, qué sociedad y qué mentalidad se extiende, tanto dentro como más allá del tribunal.

La cámara se mueve en círculos, mostrándonos siempre a los acusados, a los abogados, al público, al jurado, recordándonos siempre dónde estamos, y que no es un juicio cualquiera, sobre un delito común. Además, el montaje nos muestra la otra cara de los implicados, y nos traslada a las calles, a las del fanático pueblo de Tennessee en los ’20, y a las ruinosas casas y tabernas de aquella antigua capital del Nacional Socialismo. Y todo a través del poroso y permeable personaje interpretado por Tracy. Tanto Drummond como Heywood asisten, más bien en silencio y bajando la mirada, a un contexto que les supera, y que les pone en contacto con algunos de los aspectos más oscuros del ser humano.

Stanley Kramer también será recordado por Adivina quién viene esta noche, donde también reflexiona categóricamente sobre un tema trascendental, la igualdad de razas, y donde también Tracy hace un discurso, su último discurso, que, lo reconozco, me hizo llorar la última vez que la vi. Misma valentía temática, mismo estilo de filmación, mismo evolucionismo interno del personaje como centro argumental, y el mismo intento de multi perspectiva. Pero el género judicial, que sin ninguna duda debe mucho a Otto Preminger, a Billy Wilder, e incluso al debutante Sydney Lumet (con su inigualada 12 hombres sin piedad, producida por Henry Fonda y Reginal Rose, autor de la obra teatral), tiene en Stanley Kramer, posiblemente, a su mejor realizador.

sábado, 5 de marzo de 2011

DEADWOOD. FANGO EN LOS CIMIENTOS DEL PARAÍSO



Fango en los cimientos del paraíso.

Estados Unidos es un país de contrastes. Su insultante juventud como nación hace que, desde nuestra perspectiva, su historia resulte breve, sencilla y, a veces, incluso llana: diáfana en sus sinergias, y clara en sus problemáticas y dialécticas. Un país cuyo nacimiento significó la realización práctica política de todo lo cultivado desde la Ilustración, la primera baja voluntaria del Imperio Británico, y de todo un régimen colonial centenario. Los norteamericanos se vanagloria(ba)n pensando en el montaje y la formación de su país, un proceso que duró prácticamente 150 años (1789-1959), casi como si fuera el contexto remoto de toda una serie de relatos cuasi-mitológicos, donde tenían cabida héroes, aventureros y hechos prodigiosos, virginal e inmaculadamente envueltos en elevados valores humanos. Mentira. La denominada como Conquista del Oeste, el inexorable avance de la civilización norteamericana hacia el Pacífico durante el XIX es, sin duda, el principal de sus mitos, y el western clásico, uno de sus principales métodos de inculcación.

Deadwood, la poderosa serie que HBO produjo entre 2004 y 2006, es el último peldaño de un proceso de desmitificación que comenzó John Ford, ya en los años ’50, y que afecta a esa inocente y bucólica visión que de la colonización del oeste había tenido siempre la población estadounidense. En este sentido, Centauros del desierto (1956) y sobre todo, El hombre que mató a Liberty Valance (1962) marcan un importante cambio en el género: la Historia empieza a imponerse al relato mitológico. No tanto con respecto a los indios y la censura de su exterminio, sino en cuanto al nuevo prototipo de héroe/pionero: polvoriento, lleno de odio e incapaz de pertenecer a una sociedad, a una civilización a la que ha abierto paso a través de inenarrables peligros. Ese Ethan Edwards (John Wayne) que no entra en la casa tras el feliz reencuentro, que se abandona al desierto con su ya casi harapiento uniforme de confederado, representa al auténtico héroe de toda esa parafernalia mitológica, desgastado y en absoluto movido por bondadosos valores. La sutil diferencia, en esos finales de silueta montada que avanza hacia el horizonte, es que John Ford nos ha acercado a la sociopatía de un héroe/pionero que ya no sirve de ejemplo.

Es ya clásica en cine y TV la dicotomía existente en EEUU entre el mundo rural y el urbano, entre campo y ciudad, y entre los valores que se le presuponen a uno y a otro. No es un rural cualquiera, porque está cargado de ética. Esa que se fomentaba en el western de la primera mitad del XX a través de unos personajes arquetípicos que, como decía antes, John Ford e indirectamente John Wayne, se encargaron de enterrar. Thomas Jefferson, tercer Presidente, compró en 1803 el inmenso territorio de Louissiana a Francia, con lo que se duplicaba la geografía de las 13 Colonias, y donde poco a poco irían naciendo los nuevos Estados (Arkansas, Missouri, Nebraska, etc.), el midwest. El objetivo de Jefferson no era el simple y vano expansionismo, sino la construcción de una identidad nacional; su ideal de Gran República agraria se basaba por completo en los valores del hombre rural, en los vaqueros, en los pioneros, en hombres que se hacían a sí mismos, y que no necesitan la tutela de nadie (ni siquiera del Estado), en hombres duros con valores familiares de ética protestante, en clara oposición a la corrupción y a la deshumanización, que veía propias del mundo urbano. Un enfrentamiento que sigue muy presente en EEUU, no solo en el cine y la Tv (The Wire/Doctor en Alaska), sino también en la política (a grandes rasgos: Republicanos = jeffersonianos y anti-centralistas; Demócratas = unionistas y más cosmopolitas) y en la sociología del día a día. Pero, ¿Qué pasa si se transfieren los negativos y perniciosos valores urbanos al inmaculado paraíso del campo abierto?

Deadwood fue, en ese sentido, un interesantísimo ejercicio dialéctico de síntesis de esos dos mundos, basado, como casi siempre en HBO, en el híper-realismo. Creada y escrita por David Milch, es un ejercicio de reconocimiento de un pasado dudoso: un acercamiento, sin tapujos ni falsas mitificaciones, a la verdadera historia de cómo se crearon los Estados Unidos de América. Porque en esos gloriosos momentos de avances y nacimientos, de pioneros aventureros y casas de la pradera, también hubo corrupciones, traiciones, oscuros intereses, y la suciedad que Jefferson creía patrimonio único de las grandes urbes del este. El pozo negro del Potomac del que hablaba Lisa Simpson. Lo notable de Deadwood y del western crepuscular de John Ford, es que hacen prevalecer a la Historia frente al mito; rompen un icono básico del espíritu jeffersoniano. La muerte de Liberty Valance, es el suicidio del héroe clásico, sin ley: el verdadero retrato de un pionero carente de buenos valores y honestas intenciones.

Deadwood es un pueblo real de Dakota del Sur, que nació y se desarrolló desde los años ’70 del XIX en torno al oro descubierto en las Black Hills. Entre 1876 y 1878 se vivió en la zona una auténtica 2ª Fiebre del Oro (la primera tuvo lugar entre 1848 y 1850 en California, conformándose éste como Estado en tiempo record) que atrajo a pioneros, aventureros, buscadores de oro, empresarios, delincuentes, pistoleros, jugadores, prostitutas, caltriminales…la avanzadilla de la civilización. Solo en último lugar llegaría la ley. Según se avanzaba hacia el oeste, el sistema de incorporación de nuevos Estados a la Unión funcionaba de la siguiente manera: cuando una zona delimitada comenzaba a ser colonizada, al llegar a 5000 habitantes ingresaba en la Unión como territorio, con derecho a enviar un representante al Senado, pero sin capacidad de voto. Solo cuando la población instalada superase los 60000 habitantes, el territorio podía solicitar el ingreso, ahora sí como Estado, en la Unión. Un ingreso que, en determinadas ocasiones, podía ser problemático (caso de Texas, sobre todo), y que a veces se retrasaba. Dakota era un territorio (que luego derivaría en dos Estados) durante esa 2ª Fiebre del Oro, y Deadwood un filón de riqueza en la frontera con Montana y Wyoming. No cuesta imaginar las corruptelas que hubo sobre derechos de propiedad, de explotación de la tierra, sobre su incorporación a uno u otro próximo o incipiente Estado, y sobre la más ancestral y clásica lucha de poder (y de egos).

Conociendo todos estos ingredientes históricos, ver Deadwood, una de las joyas de HBO, en una auténtica gozada. Ambientada en 1876, cuenta ese día a día que no se contaba en el western clásico. Todos los personajes que aparecen son reales, salvo alguna secundaria excepción. La serie comienza cuando Seth Bullock (Timothy Olyphant), antiguo sheriff en el territorio de Montana, se instala en el pueblo con su familia, como simple colono. Ante la ausencia de una autoridad legalmente constituida, Al Swearengen (magistralmente interpretado por Ian McShane), pionero y propietario del saloon, actúa de dueño y señor del pueblo, contando con la patética alianza de E. B. Farnum (William Sanderson), dueño del hotel, la necesaria complicidad del señor Wu (Keone Young), el lavandero chino que alimenta sus cerdos con cadáveres, y varios matones de medio pelo (y otros de larga melena). La llegada de Bullock coincide con la visita, registrada por motivos que conviene no desvelar, del famoso pistolero 'Wild' Bill Hickok (Keith Carradine), temible y célebre jugador de póker, acompañado por 'Calamity' Jane (Robin Weigert), veterana y problemática scout de las partidas del General Custer (se dice que la amistad que profesó por Hickok se transformó en amor tras la muerte de éste; también dicen que así trató de ocultar su homosexualidad), y por Charlie Utter (Dayton Callie), conocido trampero, buscador de oro y empresario de la época.

Pero la llegada de Bullock también coincide con el engaño que Swearengen lleva a cabo para arrebatarle a un señorito del este unas propiedades de reciente adquisición, donde el afortunado había encontrado oro: la inmunidad y la crueldad con las que opera el pionero encienden en el antiguo sheriff obvias respuestas. A partir de ahí, asistimos a una lucha de egos, mucho más compleja y rica de lo que podamos imaginar, que no es realmente el hilo argumental de la serie. El maniqueísmo no tiene cabida en HBO, y Al Swearengen es uno de los mejores ejemplos. Al margen de la portentosa actuación (que bien valió un Globo de Oro), la construcción del personaje es sublime: por su despótica relación con Trixie (Paula Malcomson), la debilidad de entre sus prostitutas, y otro personaje intenso, complejo y sobresaliente, y por la manera en la que mueve los hilos, objetivamente deberíamos detestarle; sin embargo, se asoman las lágrimas cuando expulsa, casi heroicamente, unas piedras del riñón entre el aliento y la desesperación de los suyos (que son muchos). Porque Al Swearengen no tiene un cargo, pero es quien rige y protege los destinos de la gente, allá donde la civilización aún no ha superado a la barbarie. En cierto modo, y pese a todo, es él quien garantiza y vela por un orden, en ese resbaladizo terreno que fue la colonización norteamericana.

El híper-realismo y la ausencia del maniqueísmo y de falsas mitologías hacen de esta serie una obra maestra, quizá definitiva, del género western. La elevada inversión que requería hizo que el relato quedara truncado tras tres temporadas, pero lo bonito del camino no es solo el destino, y Deadwood regala narrativa de altísimo nivel en cada escena, en cada diálogo y en cada personaje. No hace falta amar el género para disfrutarla, ni es necesario idolatrar esa cadena, sinónimo de buen cine (sí, de buen cine serial), para darse cuenta de que no es un producto vulgar y corriente. La televisión, en ocasiones, permite a un público exigente saciar su curiosidad por la Historia, por la verdadera Historia, no la que es fruto de esa oscura faceta de la política que la manipula y la utiliza para crear Naciones y nacionalismos. Deadwood es un relato sobre la verdadera colonización norteamericana y sobre la propia construcción de los Estados Unidos: un encomiable esfuerzo de autocrítica, reconocimiento y reconciliación con el pasado, por muy oscuro y fangoso que sea. Una tarea digna de mención, y de admiración.

También discponible en Fanzine Radar.es