miércoles, 8 de diciembre de 2010

BLOW-UP. LA FOTOGRAFÍA EN LA BASE DEL CINE



Hay películas que resultan geniales e inolvidables porque cuentan extraordinarias historias, y otras que lo son porque hablan de ellas mismas, porque reflexionan sobre el propio lenguaje del cine. Ahí están desde Cantando bajo la lluvia hasta Arrebato, pasando, por supuesto, por la inconmensurable Noche americana. Y también ahí está Blow-up, la extraordinaria producción británica de Michelangelo Antonioni.

Más allá del argumento, basado en un relato de Cortázar (Las babas del Diablo), esta película habla de la imagen; de la fotografía y del cine, no por separado, sino en íntima e indisociable relación. Habla de la imagen utilizando el mismo lenguaje del que se está hablando, esto es: la instantánea, la sucesión de instantáneas, planos, encuadres, angulaciones, a través de un montaje pulcro y recurrente. A través de una iluminación y, por supuesto, una fotografía absolutamente precisa y elocuente. Una película de culto para los amantes de la fotografía, pero también para los lectores del lenguaje cinematográfico.

Blow-up cuenta la historia de un reputado fotógrafo que, en su enloquecida búsqueda de imágenes con vida propia, descubre accidentalmente un asesinato mientras fotografía, econdido entre los arbustos, a una pareja en actitud cariñosa. La mujer (Vanessa Redgrave), al darse cuenta, trata desesperadamente de recuperar las copias, llegando incluso a liarse con el protagonista (David Hemmings) en su estudio, y finalemte las roba, justo cuando el fotógrafo, a través de múltiples ampliaciones, descubre el pastel: hay un asesino entre los árboles, y ella queda al descubierto. Pero es tarde. Llega incluso a descubrir el cuerpo, pero desaparecerá, junto a las pruebas fotográficas.



Finalmente, Antonioni nos ha contado la historia de un crimen que se queda sin cadáver y sin pistas. Rematada con ese precioso paralelismo del partido de tenis entre mimos, sin pelota y sin raquetas, en el que se integra Thomas, el fotógrafo, tras la desaparición del elemento fundamental de su descubrimiento. La historia es necesaria, pero no se recrea demasiado en ella: fluye por debajo de una imagen visual medular entretenida casi siempre en mostrar otras cosas, avanza sin que nos demos cuenta mientras se nos muestra, siempre desde la perspectiva del protagonista (que no sale de escena ni un minuto), un universo propio creado a partir de las imágenes: de sus premeditados encuadres, de los decorados, la iluminación, del ritmo, aderezado por la composición de Herbie Hancock y la aparición estelar de los Yardbirds (con Beck y Jimy Page), y a través de la analítica mirada de Thomas.

Siempre podemos descomponer las pelícuals por piezas, y en este caso es convenviente separar argumento/historia/guión de todo el aparato técnico y artístico que hace posible la imagen, propiamente dicha, que aparece en pantalla. Blow-up es una película riquísima sobre todo en el segundo apartado (sin desmerecer la historia, y cómo se cuenta). El universo creado, fruto de la mente de una persona como Thomas, roza lo sublime. Nos perdemos del hilo argumental precisamente por el afán de mostrarnos la estética, tan característica, del Londres de los '60 (con sus dos caras, por supuesto), el entorno en el que se mueve y vive el fotógrafo, dibujando a un hombre literalemente obsesionado por su vocación. Y nos perdemos también porque nos adentramos en su interior y le acompañamos en su obsesiva búsqueda de imágenes, hasta el punto de hacernos de ella partícipe. Todo eso se desliza delicadamente, se segrega de la imagen, más que de los diálogos, mientras la propuesta sigue siendo fundamentalmente visual. La cámara busca lo que él busca, nos hace fijarnos en lo que a él le llamaría la atención, los movimientos de cámara, gemelos a los del protagonista, la precisa elección de los encuadres, de las angulaciones, todo, nos habla más del argumento que el propio guión, que solo nos enganchará cuando se descubra el crimen.



Así que tenemos una película, fundamentalmente visual, metalingüística, que toca de lleno el tema de la relación del hombre con su creación, con su vocación; una película acerca de la mirada del artista, de la mirada del fotógrafo; una película sobre la fotografía en sí misma, y sobre la fotografía en realción al cine, por supuesto. Hay dos momentos que me llamaron la atención: 1. Cuando Thomas fotografía a la parreja, la cámara se centra en él, y no en lo que está captando; por primera vez no se nos muestra abiertamente lo que Thomas ve, sino más bien lo que es él. Se nos aparece un poco como un voyeur, pero esto no sería un detalle tan genial sin: 2. Los únicos planos que vemos de lo que el fotógrafo está captando (salvo uno donde también se le ve a él), son las fotografías que luego amplía y que observa concienzudamente en su estudio. En un momento el montaje las coloca seguidas, encuadradas, y se repite, en blanco y negro, los fotogramas del momento filmado. Una foto y su correrpondiente transformación en plano. La fotografía en la base del cine.

El cine de Antonioni no siempre es fácil de ver, y Blow-up no es una excepción. No es cine convencional, pues vive básicamente de la muestra y reflexión del propio arte, del propio lenguaje utilizado. Para eso es necesario apartar a un segundo plano elementos que generalmente son centrales, porque solo así es posible crear una película que hable por sí sola, y de sí misma. Solo así prevalece el lenguaje cinematográfico sobre el corriente y moliente lenguaje meramente humano.

domingo, 9 de mayo de 2010

HELLO, DEXTER MORGAN.



Pensaba irme a la cama después de acabar el trabajo de los Regionalismos, pero antes, como pequeño premio, me iba a comer un riquísimo pastel de la Panadería Ébano mientras veía el final de la 4ª temporada de Dexter. Un plan tranquilo para pasadas las doce, que se ha visto truncado por el absoluto estado de shock en el que me ha dejado. No puedo hacer otra cosa: enciendo la luz, me siento en la silla, frente al ordenador, abro una cerveza, pongo iLiKETRAiNS, y trato de explicar lo que acabo de ver.

Acabe como acabe Lost, Dexter ya la ha superado. Por un motivo muy simple: la sencillez. El argumento de Dexter es básico, lineal, claro como el agua de las playas de Florida, como la fotografía de exteriores (una delicia para los que vivimos en el norte), que contrasta con la de esas noches de caza. Escuchamos cuanto dice Dexter, y cada pensamiento, reflexión o duda. Todos los personajes van de cara, todas las tramas son medio previsibles (lo suficiente para no sentirte tonto), y los grandes temas sobre los que reflexiona están bastante claros y sucintamente expuestos. No nos engañan en ningún momento, y por eso cuando juegan al despiste con tu atención, en ese último capítulo, en esa última maldita escena, no te sabe mal: reconoces la derrota. Reconoces que tanto tú como Dexter, habéis pecado de inocentes.

Porque, entre nosotros, esa última escena es sencillamente, perfecta no, lo siguiente. Creía haberlo visto todo: el final de Psicósis, Rosebud, el final de Los Soprano, el de Battlestar Galactica, el Gol de Don Andrés, hace justo un año…Pues no. Me quedaba la genialidad del guionista de Dexter. Ya no es solo que el final cierre un círculo perfectamente trazado (cuanto menos con compás, y al compás sigiloso de un personaje que se mueve en las sombras), que empieza en la primera y acaba en la 4ª y última, es que en ésta las situaciones que se crean son de una tensión digna de la influencia del mismo Hitchcock. Por primera vez en 4 temporadas he llegado a pasar miedo, nerviosismo, tensión de esa de “no! no entres ahí!”; pero no con relación a tutudos personajes o engominados muchachos que avanzan, inocentes y pueriles, hacia el interior de una macabra casa encantada, no. Las situaciones de tensión que se crean en Dexter parten, no solo del concepto de quién sabe más (entre personajes y espectador), sino también de los degenerados puntos de vista a los que se accede. En el fondo, en la 4ª, ya lo dice/piensa el protagonista en un momento: “Aquí estamos, dos asesinos en serie”. La magia básica que hay en Dexter es que él lo sabe, tú lo sabes, pero Arthur no.



La primera temporada me gustó. Establecemos de principio la expiación de sus pecados: sus orígenes, sangrientos y espeluznantes. De eso va, al fin y al cabo, la 1ª temporada, y como es caso por temporada (¿de quién lo habrá aprendido?), da tiempo a profundizar, a detenerse en los detalles, que los hay, y muchos, a ser sutil, cadencioso, delicado cuando toca, contundente cuando mata. Se establece un listón quizá demasiado alto, como la trayectoria de Interpol (así que ahora espero el disco del año de estos tipos), que no supera ni en la 2ª ni en la 3ª, según mi punto de vista. Está bien que Dexter se enfrente a su propio trabajo, a su propia obra, a su propio yo. En el fondo, cambian los espejos en los que se mira, que en el fondo representan pequeños fragmentos de su propio ser: el trauma de su origen (su hermano Brian Moser), el extremo de la locura, propia de un psicópata trastornado (Layla), el del frío y vengativo asesino que hay en él (Miguel Prado) y, por último, en la posible proyección de su ser hacia el futuro (Arthur). Y tanto al principio como al final de todo, la escena se inunda de sangre. Sencillo, preciso y estéticamente pulcro, elegante y directo. Un argumento redondo.

Mención aparte para Arthur: sin duda el mejor de los “malos” que ha habido a los largo de las 4 temporadas. Vaya pedazo de malo. 1,90cm, cara adorable y espeluznante, casi a la vez, su imagen llena tanto la pantalla como el Padre Justin de Carnivàle. Un personaje tremendamente bien construido, complejo pero claro en sus intenciones, transparente, como lo es toda la serie. Sirve, una vez más, para que el espectador le compare con el propio Dexter y sus actividades nocturnas, pero en cierto modo para que podamos absolverle y seguir queriéndole.
Ahora, una hora después, empiezo a creer que Rita haya muerto, que haya prevalecido el proceso de Trinity sobre el de Dexter, que se haya visto superado por sus errores. Como Cáprica para Gaius Baltar, Harry no deja de aparecer implorando precaución, distanciamiento. Porque por momentos, en esta más que nunca, la máscara parece agrietarse: cuando rompe los focos, mostrando al monstruo, cuando se sincera con su hijo o cuando llora en el regazo de su mujer, en esa última noche que pasan juntos. Ahora empiezo a ver el engaño de esos últimos minutos de capítulo, que me estaban dejando tibio pero impaciente por algo más…algo, no un inmenso todo, así, de golpe, con esa sobriedad, ese estilo, y ese gusto y saber hacer que solo tienen los pocos elegidos que saben hacer buena televisión. El final de Dexter es cruel, pero es decidido, rompedor, arriesgado, sublime e imponente. Hace que esta serie multiplique su calidad por diez, porque demuestra que es ahí, exactamente, a donde quería llegar a parar: a esa última palabra, a esa última mirada rota, con máscara en el suelo, y el mismo círculo, que vuelve a comenzar, en brazos, bañado en la misma sangre de su madre.



Al principio me decía que los personajes secundarios estaban vacíos, que eran cuasi decorado, pero van mejorando. Me decía que Dexter monopolizaba una escena que se planteaba en un contexto hecho a su medida, poco creíble, o demasiado ficcional, pero ya no me importa. Me decía que me hacía gracia la fotografía, la música latina, el Miami renovado que busca el constante homenaje a los clásicos; pero ahora digo que Dexter es ya un clásico. Un clásico del nuevo thriller, del nuevo suspense por fascículos, de la lenta y cuidada construcción de un personaje. Hasta el movimiento de cámara sigue a rajatabla las exigencias de la estética, del modelo y del método a seguir. Cuando empecé a ver la 4ª temporada me di cuenta que esta iba en serio, a rematar la faena, a terminar lo que se ha empezado. Pero no me imaginaba que fuera a llegar tan lejos, tan al principio. No me imaginaba que esta serie pudiera crecer tanto.