domingo, 3 de julio de 2011

12 HOMBRES SIN PIEDAD



Todo por el juicio, pero sin el juicio.

En el ya clásico género del cine de juicios, de entre todas las películas catalogables de este modo, antiguas o recientes, quisiera destacar una: justo aquella en la que el proceso propiamente dicho, está ausente. 12 hombres sin piedad es, sin duda alguna, la mejor película de juicios, sin el juicio. Una cinta, el debut cinematográfico de Sidney Lumet, que es una extraordinaria y auténtica demostración de cine narrativo, de desarrollo argumental fluido, emocionante y rítmicamente impecable.
 
La acción comienza en el momento justo en que un juez ordena a los miembros del jurado que vayan a deliberar. El acusado, un joven al que apenas vemos durante unos segundos, presenta un aspecto de absoluta indefensión. Acto seguido, y tras los títulos de crédito, los doce integrantes del jurado votan el veredicto en la sala de deliberaciones, con el resultado de 11 votos de culpabilidad y 1 de inocencia. La gravedad del crimen conlleva la pena capital, de modo que es necesaria la unanimidad dentro del jurado, por lo que se desencadena un fuerte debate con el objetivo de convencer al díscolo miembro, interpretado por Henry Fonda, que se justifica alegando tener una duda razonable. A partir de ese momento, se despliega sobre la mesa toda la información útil del proceso, desmenuzando su trama por insistencia del protagonista.

12 hombres sin piedad es una magistral obra teatral de Reginald Rose, llevada al cine con extremada elegancia, con una sencilla y acertadísima puesta en escena, y con la dirección clara y precisa de un joven Sidney Lumet que tardaría varios años en volver a demostrar el nivel de esta primera obra. El guión corrió a cargo del propio Rose, quien también participó en la producción, junto al ya veterano Henry Fonda; todo un aval para un proyecto que registró un gran éxito comercial y entre la crítica especializada: galardonada con el Oso de Oro del Festival de Berlin, y candidata al Oscar por las categorías de dirección, película y guión adaptado.
 
El film explora las entrañas mismas del sistema judicial norteamericano, resaltando que ese complejo mosaico de personalidades que compone el jurado, ese cúmulo de mentalidades humanamente imperfectas, acomplejadas e incluso traumatizadas es quien, en última instancia, imparte la justicia en la democracia estadounidense. No se trata, por tanto, de una maquinaria infalible, ni de un ente institucional semi-divino, sino que es una mera proyección del ciudadano de a pie, incluyendo en ella todos sus prejuicios, debilidades y defectos. La trama nos permite ver ese pequeño muestrario socio-psicológico mientras se reconstruyen los detalles del proceso, siguiendo siempre una línea argumentativa basada en el respeto y la resolución de una duda razonable tras otra.
 
El personaje y la interpretación de Henry Fonda, el inmaculado guión de Rose, la fresca e impecable dirección de Lumet, así como la provocada ambientación de asfixia y crispación, mezclada con el suave pero dinámico movimiento de cámaras, hacen de este largometraje uno de los más interesantes ejercicios de adaptación del teatro a la gran pantalla. Un encomiable reto que, sin duda, fue asumido en Hollywood con mayor entusiasmo y dedicación que nunca en la década de los ’50. Buenos tiempos para el cine de intérpretes y de autores.
 

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