
Por muy pretencioso que pueda parecernos, lo cierto es que Malick, a su modo, trata de contárnoslo todo en esta película: toda la vida, la creación, toda la profundidad y los prismas del sentimiento humano. Y por raro que pueda parecer, lo hace de una manera bastante clara, y especialmente suave. Desde luego, no es una pelicula recomendable para todos los públicos. Es más, puede que al 70% de mis conocidos no se la recomiende, y no porque crea que son tontos, simplones o banales, sino porque el cine se compone de múltiples funciones, que van desde el entretenimiento al puro deleite artístico; y no todo el mundo acude a una sala con el mismo deseo, con la misma necesidad. Por eso es grande también, porque tiene para todos los gustos.

No es narrativa al uso, nunca un film del tejano lo ha sido, pero El árbol de la vida cuanta cosas que están muy claras, que todos de un modo u otro llevamos dentro. La incertidumbre del sentido de la vida, el vacío incontestable e hierático de la muerte al final, pero también al principio, la poderosa naturaleza, lo divino. Pero también las profundidades del hombre, su relación con aquello que le supera, con aquello que no alcanza a domprender, con aquello que no puede dominar, los abismos de sus sentimientos, tanto de amor como de odio, de envidia, de rivalidad, de egoísmo. Toca temas del hombre como un ser solitario frente a lo indónito y sobrehumano; y del hombre como un ser que vive tratando de ramificarse entre sus semejantes para existir en la falsa creencia de que algo puede permanecer, de que algo es inmutable, y hasta inmortal.

Es difícil abarcar tanto contenido, y hacerlo de una manera tan sutil, tan suavemente subjetiva. La autoridad, el poder ejercido sobre los más pequeños, sobre los débiles; la compasión, la confianza, los vínculos de amor que nos salvan del caos. Porque todo es pasajero. Porque la vida se ha abierto paso a golpes. Porque la vida no existiría sin la muerte. Por todo eso, la enseñanza de la madre, y del propio Malick al hacer una película de este modo, es que debemos asombrarnos siempre; debemos comprender siempre que formamos parte de un todo en constante cambio, de un todo que se precipita a través del tiempo como el estrepitoso fluir de un río en el deshielo: la vida, al abrirse camino, arrasa con todo, sembrando muerte y destrucción allá por donde pasa. No hay otra forma. No habría otra de existir.

En el fondo es un alegato en favor, no solo de la vida y de la admiración por la creación, sino del camino que hace cada ser humano, de la escalada individual que supone la existencia, alrededor de un inmenso tronco común que no nace ni muere, sino que está en constante cambio y regeneración. Un tronco de un árbol en el que nosotros, si tenemos la suerte de darnos cuenta, no somos un animalito que se agarra como puede a la certidumbre, sino que somos parte de su corteza, de su salvia y de su alma.
También disponible en Fanzine Radar.
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