Algo tienen las películas de juicios, algo que me encanta. Será el morbo de las confesiones arrancadas, de los testigos sorpresa, o el orgullo de la noble imagen de la verdad y la justicia. Puede que la realidad dialéctica se haga en ellas más visible; y puede también deberse a la íntima relación que el cine de juicios tiene con el teatro, y con la literatura en general. No en vano, han de presentar un guión pulcro, siempre en ascenso narrativo, y con una perfecta administración de la información: sin intriga, sin sorpresas, no habría cine de procesos. Stanley Kramer, neoyorquino y eterno candidato, realizó, hace ya 50 años, dos películas de este género que, además de contener todos los elementos citados, representan dos de los procesos judiciales más trascendentes de nuestro siglo. La herencia del viento y ¿Vencedores o vencidos? son, además de excelentes películas, documentos muy valiosos de la Historia contemporánea occidental.
Puedo citar una buena lista de películas sobre juicios, que hablan de la afición del espectador norteamericano por este género. De hecho, cuando David O. Selznick llevó a Hitchcock a los Estados Unidos, le instó para que introdujera en Rebecca, su primera película en Hollywood, un desenlace en los tribunales. Quizá la tradición anglosajona del jurado popular haya conformado esta consabida afición. Pero Selznick sabía bien lo que gustaba al público: juzgar; sentir el viento de las alturas éticas, la ilusoria superioridad moral. De ahí el éxito de Philadelphia, JFK, Matar a un ruiseñor, Anatomía de un asesinato, Testigo de cargo o, para mí la mejor de todas, 12 hombres sin piedad, donde ya directamente se prescinde del juicio, reconstruyéndose éste a través de las deliberaciones del propio jurado.
Los crímenes a juzgar, en la mayoría de estas películas, provienen de historias personales, de situaciones en las que todos podemos llegar a vernos identificados: desde juicios en clave marginación, hasta vulgares e intrincados crímenes pasionales. Sin embargo, lo que hizo Stanley Kramer entre 1960 y 1961, fue reproducir, usando elementos característicos del género, y rompiendo con otros, dos de los procesos más controvertidos, simbólicos y relevantes del siglo XX. La herencia del viento y ¿Vencedores o vencidos? cuentan historias de las que ya conocemos el desenlace. Todo un reto. No obstante, no por ello carecen de tensión argumental, de elementos sorpresivos y giros inesperados. La maestría de Kramer reside, aparte de en un estilo tremendamente característico, en haber podido construir dos relatos históricos, prescindiendo del desenlace estrella o, mejor dicho, trasladándolo desde el argumento a los personajes. Y ahí entra en juego la figura de Spencer Tracy.
La herencia del viento cuenta el proceso judicial que sufrió un profesor de Tennessee en los años ’20. Su delito fue enseñar a Darwin, cosa que según las nuevas leyes estatales estaba prohibido. La relevancia del juicio, conocido como el "juicio del mono", traspasó fronteras, famosísimos abogados de renombre se hicieron cargo de acusación y defensa, y simbolizó la lucha entre la fe, en oscuro renacimiento en esa época (la del Ku Klux Klan, por cierto), frente a la ciencia. Darwinismo frente a religión; evolucionismo frente a creacionismo. Positivismo frente a fanatismo. Spencer Tracy encarna al abogado defensor, que obviamente, y como todo el mundo sabe, ganó el juicio. ¿Vencedores o vencidos? trata un tema aún más complejo. Estamos en 1948 en la Alemania dividida, en Nüremberg, sede de los norteamericanos. Éstos son los únicos que emprenden procesos judiciales (bajo modelo legal estadounidense) contra los culpables del nazismo, y juzgados ya los dirigente, militares y auténticos artífices del Holocausto, llega el momento de juzgar también a los jueces. El bueno de Tracy es, esta vez, un veterano magistrado de Maine que es requerido desde Nüremberg para dicha tarea. Pero a medida que se iba conformando la política de bloques en Europa, Estados Unidos empezó a valorar la idea de parar los procesos: necesitaba la alianza alemana, y tanto juicio ya empezaba a incomodar a tan herida nación. Obviamente, el veredicto no es tan conocido, pero todos sabemos, en cierto modo, el desenlace posible del filme según la temática del juicio; como con La herencia del viento. Kramer ha eliminado el elemento sorpresa por excelencia.
En este género resulta fundamental la figura del abogado defensor. Generalmente puede parecer maniquea la dialéctica ética entre el bien y el mal, entre el fiscal opresor, que juega con la maquinaria inhumana del Estado, y el noble abogado defensor con pulcros y humildes principios que acercan al pueblo: el honorable Atticus Finch, como decía Fisch en Damages. En cierto modo, esta serie atenta directamente contra ese marcado elemento del género judicial, el maniqueísmo ético. De ahí su calidad. Pero hay una tremenda continuidad entre los dos personajes interpretados por Spencer Tracy en las dos películas a colación, pese a que en la segunda encarne a un juez, y no a un abogado; y es lo que le da empaque y contenido, sobre todo en ¿Vencedores o vencidos?. Charles Laughton (Testigo de cargo) o James Stewart (Anatomía de un asesinato) confieren un matiz distintivo a sus personajes, por lo que siempre serán recordados. Incluso Gregory Peck, tanto en Matar a un ruiseñor, como en el papel de abogado defensor (pro nazi, impresionante), él sí, en Vencedores o vencidos. Pero Tracy da realmente vida al personaje, para salvar ese maniqueísmo.
Los dos personajes a los que interpreta están más vivos que ningún otro: por su trabajo, por la dirección de Kramer, por la no infalibilidad de su palabra, por sus constantes dudas, por su agotado desencanto con la justicia. Si el abogado tipo de este género es un personaje que se adelanta a los acontecimientos, que tiene respuesta para todo, el modelo creado por Kramer y Tracy en estas obras, rebosa una incertidumbre que lo hace más humano. Y de hecho, resulta acertadísimo el desplazamiento del personaje principal desde el abogado hasta el juez. Porque hay cierta rabia en la defensa de Drummond en La herencia del viento, mucho desencanto, y ciertas dosis de venganza hacia la propia justicia. Pero el juez que viaja a Nüremberg, Dan Heywood, se ve absolutamente superado por el contexto, incapaz de juzgar a unos jueces, a unos iguales, y a la postre a un pueblo entero, a una nación herida y compleja que le es desconocida. Y dado que los veredictos, en cierto modo, no pueden ser el colofón de la narración, pues se conocen sus desenlaces, el personaje principal termina canalizando mayor carga que el propio argumento. Lo importante del final no es el veredicto, sino qué ha evolucionado en ese personaje. Drummond asume que, envidioso, ha arremetido contra la fe, porque él mismo la ha perdido, se ha sentido abandonado y traicionado. Y Heywood se pliega ante la inmensa complejidad de la memoria colectiva alemana tras el régimen nazi: es incapaz de emitir un juicio sobre algo tan incalculable como es la culpabilidad o la inocencia colectiva alemana.
En ese sentido resulta muy atractivo del cine judicial de Stanley Kramer el hecho de prestar tanta atención al contexto. Hay una profunda reflexión tras el juicio propiamente dicho, una reflexión sobre el concepto de justicia, pero sobre todo sobre la sociedad en cuestión. La sureña Norteamérica en los años ’20, en medio de todo un renacimiento intelectual muy conservador que a punto estuvo de dinamitar toda la buena base ilustrada de la joven nación. Y la Alemania destruida, el ambiente de desesperada excusa interior, de necesaria expiación colectiva, de reparación de la vergüenza, de salvación de conciencia, que el bueno de Tracy no puede, no debe impedir, ni castigar, ni juzgar. No es un cine el de Kramer que trate de dar respuestas, sino que se vale del género judicial precisamente para plantear dudas y debates, pero además de una forma ciertamente elegante, dando voz y argumentos, sobre todo en ¿Vencedores o vencidos?, a ambas partes de la dialéctica, dando muestras un interesantísimo ejercicio de relativismo.
Así como el guión me parece más sólido, desde el punto de vista técnico creo que es bastante mejor película ¿Vencedores o vencidos? que La herencia del viento. Ésta podría considerarse una suerte de ensayo general, con una temática y un debate que, a la postre, estaba mucho más cerrado, a la altura de 1960, que el eterno y fértil debate sobre la culpabilidad alemana que, si acaso, y de manera muy relativa, concluyó en 1993, con el best seller del historiador alemán Daniel Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. En ese sentido, ¿Vencedores o vencidos? es un auténtico ejercicio de discurso o investigación historiográfica sobre el terreno. De todas formas, en ambas hay un mismo estilo de filmación del juicio. La cámara de Kramer si es capaz de recordarnos en todo momento qué rodea la sala, qué sociedad y qué mentalidad se extiende, tanto dentro como más allá del tribunal.
La cámara se mueve en círculos, mostrándonos siempre a los acusados, a los abogados, al público, al jurado, recordándonos siempre dónde estamos, y que no es un juicio cualquiera, sobre un delito común. Además, el montaje nos muestra la otra cara de los implicados, y nos traslada a las calles, a las del fanático pueblo de Tennessee en los ’20, y a las ruinosas casas y tabernas de aquella antigua capital del Nacional Socialismo. Y todo a través del poroso y permeable personaje interpretado por Tracy. Tanto Drummond como Heywood asisten, más bien en silencio y bajando la mirada, a un contexto que les supera, y que les pone en contacto con algunos de los aspectos más oscuros del ser humano.
Stanley Kramer también será recordado por Adivina quién viene esta noche, donde también reflexiona categóricamente sobre un tema trascendental, la igualdad de razas, y donde también Tracy hace un discurso, su último discurso, que, lo reconozco, me hizo llorar la última vez que la vi. Misma valentía temática, mismo estilo de filmación, mismo evolucionismo interno del personaje como centro argumental, y el mismo intento de multi perspectiva. Pero el género judicial, que sin ninguna duda debe mucho a Otto Preminger, a Billy Wilder, e incluso al debutante Sydney Lumet (con su inigualada 12 hombres sin piedad, producida por Henry Fonda y Reginal Rose, autor de la obra teatral), tiene en Stanley Kramer, posiblemente, a su mejor realizador.
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