Siempre me ha llamado la atención un hecho contrastado: hay personas que solo se ríen con una serie, o con una película de humor, cuando están acompañadas. “Es como el famoso koan: si no hay nadie cerca para oír tus carcajadas, ¿Para qué soltarlas?”, me suelen decir. Pero la risa no es un fenómeno de ondas de reacción como la caída de un árbol, debería ser una manifestación espontánea, e incluso incontrolable, de nuestras almas en completa desinhibición. La risa es un regalo de nuestro complejo sistema cerebral, sano y adictivo. Y yo, que no entiendo esa actitud medio de sociópata, no puedo con The Office (USA). En la intimidad, en público, o donde sea, me parto con Michael Scott y compañía.
El secreto de esta adaptación norteamericana de la homónima teleserie británica radica, en primer lugar, en la originalidad del proyecto: una mezcla entre sit-com, reality show y falso documental que, aunque en un principio nos desconcierte, proporciona un volumen al humor pocas veces visto hasta ahora. Originalidad y adaptación casan bien, en este caso, porque los creadores de la versión británica, Ricky Gervais y Stephen Merchant, son también aquí guionistas y productores ejecutivos. Aparcaron The Office (UK) tras 14 entregas, y se fueron a juntar con Greg Daniels, casi nadie: ganador de un Emmy por Saturday Night Lives, co-guionista de un alabado capítulo de Seinfeld, y de algunos de los grandes episodios de Los Simpsons, y responsable también de The King Of Hill (la segunda serie de animación más longeva de EEUU tras Los Simpsons). El resultado es un producto con leves toques de humor inglés, una serie ágil y dinámica que ha logrado redimensionar la comedia.
Las cámaras se adentran en la oficina de Scranton (Pennsylvania) de una empresa de papel de segunda, Dunder Mifflin, y de la mano su excéntrico jefe, Michael Scott (Steve Carell), asistimos al funcionamiento de ésta, a la convivencia dentro de ella y, aparentemente de refilón, a las vidas y vivencias de los personajes que allí trabajan. Pam (Jenna Fischer), la recepcionista, prometida pero enamorada de Jim (John Krasinski), el simpático vendedor, genio creador de ingeniosas bromas que vierte sobre Dwight (Rainn Wilson), ultra-metódico y arisco líder de ventas, fiel seguidor de su jefe, y de toda autoridad constituida; Ryan (B.J. Novak, también guionista y productor ejecutivo), el nuevo: becario y único con estudios en empresariales; Kevin, un gordo y calvo contable baterista, la áspera y quisquillosa Ángela, la adorable Phyllis, el irónico Stanley...Aparentemente nada nuevo, solo estereotipos que revientan por hacer del tópico un extremo.
Lo realmente destacable de The Office es que el punto de vista del espectador se ha visto alterado. No solo es que estemos presentes en la oficina, es que los personajes lo saben, y de hecho juegan constantemente con ello. La acción, propiamente dicha, se intercala con pequeños cortes de entrevistas, a modo de confesionario, con lo que nace esa especie de doble cara que presentan los personajes. Pero además miran, de reojo o incluso directa y descaradamente, a la cámara, accedemos a filias y fobias entre ellos, supuestamente of record y, sobre todo en lo que respecta al jefe, Michael Scott, presenciamos una doble visión del día a día de la oficina: su deformada e idílica idea de lo que es una oficina, y la verdadera reacción de los demás ante sus afectuosas excentricidades. Hay que decir que el verdadero hilo argumental de la serie es ese extravagante, inocentón y exasperante jefe, ese adorable, bienintencionado y pesado alto directivo, incompetente y pseudo-carismático, ese Michael Scott capaz de generar en nosotros vergüenza ajena y compasión casi en el mismo instante, que hace todo lo posible por mantener unido, motivado y feliz a su grupo de subalternos, a quienes considera y adora cariñosamente como a la familia que, aparentemente, no tiene.
Esa posición privilegiada con la que nos situamos en The Office es lo que hace que su humor sea casi en tres dimensiones. Tradicionalmente las comedias se mueven en dos direcciones: entre el humor horizontal (entre los mismos personajes, dentro de la acción) y el vertical (guiños, recurrencias y complicidad entre los personajes y el espectador). The Office trastoca y supera ese esquema mediante la inserción del público en la acción. De ese modo los actores interpretan a personajes que, en cierto modo, actúan. Así vemos a Michael Scott mostrándose sabio, mayestático y repartiendo lecciones, cuando en realidad no hace sino descubrir, desde su inmensa inocencia, ignorancia e incompetencia, lo que es el mundo y la vida; vemos las verdaderas motivaciones de Jim y Pam en la oficina (Pam y Jim respectivamente), o las no tan bien ocultas ansias de poder y dominio de Dwight, todo un aprendiz de dictador frustrado.
Ni que decir tiene del enorme mérito de interpretación de unos actores que encarnan a personajes que se interpretan a sí mismos, pero lo más relevante es el resultado global: una dimensión más de humor mediante el desdoblamiento de las dos tradicionales, provocado por la presencia definitoria de la cámara. Ésta, además, hace perfectamente bien su trabajo de movimiento, encuadres y enfoques, pese a lo aparentemente casual e improvisada que debería ser, y demuestra estar enterada de todo lo que ocurre en la oficina, buscando la imagen o el personaje que más nos interesa en cada momento. Y el guión, que lo hay, se mueve al ritmo que marcan los acontecimientos naturales de una oficina, aunque el hilo argumental esté plagado de situaciones estrafalarias y más propias de un campamento de verano.
Puede ser la primera consecuencia grata de la eclosión de los reallity: una comedia que se lucra de la fantochería, del personajismo provocado y de la falsedad humana; una comedia que nos pone en contacto con la interpretación que todos usamos o llevamos dentro. The Office, por su originalidad, por la frescura de su código de humor, por las sorprendentes, simpáticas y humanas actuaciones, y por la notable agilidad de realización, se ha situado en mi pódium personal de comedias norteamericanas, solo superada por las inconmensurables Seinfeld y Fraser.
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